Para comenzar a conocer a Alejandría os dejamos algún que otro relato suyo... ¡Que tengáis un buen viaje, compañeros!
Donde guardas tus sentimientos
A todos aquellos que al igual que yo, han tenido este deseo.
Todos hemos deseado alguna vez poder estar siempre con nuestros seres queridos, en la ciudad que más nos gusta o vivir en un eterno y siempre ansiado verano. A todos nos gustaría que no existiese la tristeza, ni el llanto, ni la pena.Incluso, como lo más normal del mundo, todos hemos deseado en algún momento volver al pasado mientras recordamos momentos mejores. Y en muchas ocasiones hacer que corriese el tiempo.¿Pero a alguien se le ha ocurrido alguna vez la idea de guardar sentimientos? Sí, al igual que tomamos fotografías para recordar como éramos el día de nuestra Primera Comunión, durante unas vacaciones con amigos o en días especiales con la familia...Si guardásemos los sentimientos, llegado el momento en que la tristeza asomase la cabeza a nuestras vidas intentando disgustar con su negrura, tendríamos la oportunidad idónea de sacar la alegría y el buen humor. En pocas palabras: volveríamos a sentirnos bien.Los sentimientos deberían ser como los perfumes, concentrados, olorosos, de mayor o menor tamaño. Además, vendrían acompañados de una ventaja, serían gratuitos. Nuestros, individuales, de nadie más y no nos podrían hacer pagar por ellos. Ni ninguna persona sería tampoco capaz de arrebatárnoslos. Teniendo los sentimientos en un cofre, por pequeño que éste fuera, nos permitiría salvarnos de la desazón, provocada en la mayoría de los casos por desagradecidos, desalmados y en otras situaciones por problemas familiares.Sucediese lo que sucediese, dejaríamos de sentirnos mal. La tristeza ya no tendría a que agarrarse, no hallaría cabida en nuestras vidas, porque la alegría se lo impediría. Por sí misma no podría continuar, ni tampoco acompañada. En definitiva, no podría. Sería una continua alegría, ¡los buenos momentos no desaparecerían!
Nos sería posible programar el tiempo que considerásemos oportuno para recordar y sentir la intensa emoción del amor o la producida por la obtención de algo que quisiésemos ver, tocar o poseer. Todo esto sería muy fácil, con un golpe de batuta o simplemente con un abrir y cerrar el cofre o cajita estarían las alegrías al alcance de nuestras manos. No como suele suceder, ya que lo habitual es que las penas tarden en desaparecer, conviviendo con nosotros día tras día. Y en ocasiones haciendo a las vidas desdichadas.
Pasos de pasillo
Caminó de un lado a otro hasta que los nervios hicieron que le fallaran las piernas.
Se apoyó en una pared, a un lado del pasillo evitando hacer ruido. No quería molestar y, de hecho, en aquel lugar no se debía molestar; por eso estaba allí la fotografía de la típica enfermera con el dedo índice ante la boca. Aquello venía a decir: "silencio".
Se mantuvo en acción de "apoyo" durante largo rato. Miró a los ojos a quienes le estaban rodeando en aquel momento y, el sudor comenzó a resbalarle por la cara.
Se mantuvo sin decir nada hasta que oyó un profundo pero esperanzador llanto. Solamente se podían escuchar unos pasos andando por el pasillo. Eran aquellos, que se podían escuchar, unos pasos de pasillo.
El doctor salió y, con él del quirófano salió al cabo de unos minutos un bebé.
Todo nerviosismo y agonía habían terminado. Ahora, por primera vez, eran padres.
Donde guardas tus sentimientos
A todos aquellos que al igual que yo, han tenido este deseo.
Todos hemos deseado alguna vez poder estar siempre con nuestros seres queridos, en la ciudad que más nos gusta o vivir en un eterno y siempre ansiado verano. A todos nos gustaría que no existiese la tristeza, ni el llanto, ni la pena.Incluso, como lo más normal del mundo, todos hemos deseado en algún momento volver al pasado mientras recordamos momentos mejores. Y en muchas ocasiones hacer que corriese el tiempo.¿Pero a alguien se le ha ocurrido alguna vez la idea de guardar sentimientos? Sí, al igual que tomamos fotografías para recordar como éramos el día de nuestra Primera Comunión, durante unas vacaciones con amigos o en días especiales con la familia...Si guardásemos los sentimientos, llegado el momento en que la tristeza asomase la cabeza a nuestras vidas intentando disgustar con su negrura, tendríamos la oportunidad idónea de sacar la alegría y el buen humor. En pocas palabras: volveríamos a sentirnos bien.Los sentimientos deberían ser como los perfumes, concentrados, olorosos, de mayor o menor tamaño. Además, vendrían acompañados de una ventaja, serían gratuitos. Nuestros, individuales, de nadie más y no nos podrían hacer pagar por ellos. Ni ninguna persona sería tampoco capaz de arrebatárnoslos. Teniendo los sentimientos en un cofre, por pequeño que éste fuera, nos permitiría salvarnos de la desazón, provocada en la mayoría de los casos por desagradecidos, desalmados y en otras situaciones por problemas familiares.Sucediese lo que sucediese, dejaríamos de sentirnos mal. La tristeza ya no tendría a que agarrarse, no hallaría cabida en nuestras vidas, porque la alegría se lo impediría. Por sí misma no podría continuar, ni tampoco acompañada. En definitiva, no podría. Sería una continua alegría, ¡los buenos momentos no desaparecerían!
Nos sería posible programar el tiempo que considerásemos oportuno para recordar y sentir la intensa emoción del amor o la producida por la obtención de algo que quisiésemos ver, tocar o poseer. Todo esto sería muy fácil, con un golpe de batuta o simplemente con un abrir y cerrar el cofre o cajita estarían las alegrías al alcance de nuestras manos. No como suele suceder, ya que lo habitual es que las penas tarden en desaparecer, conviviendo con nosotros día tras día. Y en ocasiones haciendo a las vidas desdichadas.
Pasos de pasillo
Caminó de un lado a otro hasta que los nervios hicieron que le fallaran las piernas.
Se apoyó en una pared, a un lado del pasillo evitando hacer ruido. No quería molestar y, de hecho, en aquel lugar no se debía molestar; por eso estaba allí la fotografía de la típica enfermera con el dedo índice ante la boca. Aquello venía a decir: "silencio".
Se mantuvo en acción de "apoyo" durante largo rato. Miró a los ojos a quienes le estaban rodeando en aquel momento y, el sudor comenzó a resbalarle por la cara.
Se mantuvo sin decir nada hasta que oyó un profundo pero esperanzador llanto. Solamente se podían escuchar unos pasos andando por el pasillo. Eran aquellos, que se podían escuchar, unos pasos de pasillo.
El doctor salió y, con él del quirófano salió al cabo de unos minutos un bebé.
Todo nerviosismo y agonía habían terminado. Ahora, por primera vez, eran padres.
Mis cuentos para niños
En este espacio podrás encontrar alguno de mis cuentos para niños; pero ya sabéis, si queréis leerlos todos solo tenéis que pinchar sobre el botón "Entra en mi mundo" y os asomaréis a mi página oficial en "Tus Relatos" lugar en el que, junto con mi blog, han sido publicados todos ellos.
Mario
Mario era un niño al que le encantaba acercarse al parque todas las tardes. Para él no había camino mejor que el que se dirigía al lugar de juegos y distracciones por excelencia para cualquier crío. Aquel era un sitio mágico, sobre todo a su temprana edad, ya que solamente contaba con cinco años y no había dejado de ir cada día desde que había cumplido los dos. Las únicas excepciones, que sus padres recordaban con cariño, eran las vacaciones fuera de allí y un par de ocasiones en las que por unas fiestas familiares no les había sido posible llevarlo a jugar.
Cuando ya estaba cansado de moverse en los balancines y de saltar, Mario se acercaba al estanque de los patos y los saludaba mientras muchos padres llevaban en cuello a otros niños más pequeños que él y les enseñaban los animales con cariño. «Mira, hija, estos son los patitos. ¿No son muy bonitos?» decían muchos. «¿Te gustan?» insistían otros cuando sus infantes comenzaban a llorar enfurruñados o indicaban con sus diminutos dedos que querían irse al tobogán. Pero lo que realmente le gustaba a Mario era observar los pavos reales cuyas coloridas y llamativas plumas quería todo el mundo tocar. El pequeño Mario sonreía porque como le contaba Mamá él también había hecho lo mismo: correr tras aquellas bellas criaturas de exótico plumaje. Para los niños los pavos reales eran unos animales fantásticos con un disfraz azul y verde que solo habían tenido oportunidad de ver allí: en el parque.
-¿Yo también hice eso?
-¡Sí, como todos, Mario! -Le contaba su madre divertida. ¿Quién no lo había hecho en la más tierna infancia?- Todos los niños corréis tras ellos porque os llaman la atención. Los pavos os atraen de una manera ¡única!
Un día se encontraba Mario apoyado a la barandilla de «la casa de los pavos» cuando un niño que parecía tener su misma edad comenzó a chillar asustado. -¡Mamá, Mamá! lloraba-¡El pavo real ha intentado darme un picotazo! Y echó a correr a los brazos de su progenitora a toda prisa porque quería alejarse cuánto más le fuera posible de aquel pequeño cercado.
Mario se quedó mirando al niño y a su madre que ya se alejaban y ladeó la cabeza antes de agarrarse de nuevo para mirar más de cerca a los pavos que escapaban de su casa. ¿Por qué nunca lo habrían intentado morder a él? Se preguntó Mario.
-Mamá-Le preguntó cuando volvían a casa.-Hoy un niño ha escapado corriendo del pavo real porque el pavo intentó picarlo-se explicó Mario con rapidez-pero conmigo nunca han hecho eso. ¿Por qué?
-Veamos, ¿el niño le hizo algo al pavo? Mario asintió con mayor rapidez que le había contado la historia a su madre.
-¡Sí! El niño no le dio nada y además quiso tocarlo. Yo creo que el pavo tuvo miedo... Contestó mirando al suelo.
-¡Pues por eso nunca te han intentado picar a ti, hijo!-Le sonrió su madre con ternura.-Porque tú les das parte de tus gusanitos y no quieres tocarlos así de repente. ¡¿Cómo no se habría dado cuenta Mario antes?! ¡Él siempre compartía con ellos!
-¡Muchas gracias, Mamá! Ahora sé cuánto les gustan los gusanitos y las chucherías a los pavos reales y ¡podré ayudar a otros niños!
Con aquella explicación el pequeño Mario se quedó muy satisfecho y marchó sonriente agarrado de la mano de su madre. Ahora solo pensaba en el día siguiente, en la hora de volver al parque y de explicarles a sus amigos lo que tenían que hacer para ser amigos de los pavos reales.
-¡El pavo se marcha! ¡Se marcha el pavo!-Exclama una niña desesperada. ¿Por qué no querrían quedarse a jugar junto a ellos? ¡Desde luego vaya animales que compraban para llevar al parque!
-¡Espera! Tienes que darles algo a cambio para que se queden. ¡Y tened cuidado! Ayer casi pican a un niño. Pero a mí me quieren mucho porque les traigo cosas para comer.
-¿Les gustan los gusanitos? ¿O... qué es lo que traes en esa bolsa, Mario? Se acercaron muchos a preguntarle.
-¡Gusanitos! ¡Tomad! Podéis coger unos pocos. ¡Ya veréis como se acercan y no se van!
Todos los niños del parque se acercaron con suma rapidez para observar al pequeño Mario. ¿Qué estaría haciendo para tener tanto éxito? «¡Vaya cantidad de gente has concentrado, Mario» llegaron a comentarle. Los pavos comían al vuelo el alimento que les regalaban los niños con cariño.
-¡Muchas gracias, Mario! ¡Los pavos ya son nuestros amigos!
-¿Ves? Ya no te pican. Le comentó Mario sonriente al niño cuyos dedos no habían sido mordidos la tarde antes por muy poca distancia. Mario se puso muy contento ese día porque además se sentía útil ya que había podido ayudar a sus amigos y a otros niños.
-Ahora ya sabéis lo que tenéis que hacer para ser amigos de los pavos reales.
La hora del bocadillo
Había una vez un colegio. Un colegio en una ciudad cualquiera, grande, pero una ciudad cualquiera. Y allí, al igual que en todos los colegios, estudiaban numerosos niños.
Todos eran diferentes, pero a su vez todos eran iguales. Todos eran iguales porque todos eran niños y, como ya sabemos nosotros, los niños no suelen discriminar a nadie y, en ese colegio no lo hacía ninguno.
Todos eran iguales: estudiaban, hacían sus deberes, leían en voz alta durante las clases (cuando el profesor o profesora así lo pedía) y salían al patio del recreo cada media mañana. ¿Qué cosa mejor que salir a jugar un rato con los compañeros? ¡Además esa hora era la hora del bocadillo! Sin embargo siempre había un niño castaño, de pelo rizado, que no tenía "bocata" para comer; por lo que prefería sentarse sólo en un rincón, con los codos sobre las rodillas y la mirada apagada. Pero un día cambió todo, todo:
-¡Hola! ¿Quieres? Le ofreció otro niño, moreno, de pelo liso y sonrisa jovial, tendiéndole parte de su merienda.
-¿No tienes hambre, tú?
-¡Toma, sí! Pero de todas formas es mucho para mí. ¡Y cómo tú nunca comes...!
Los dos niños se hicieron muy amigos y, desde ese día, nadie los ha visto separados. Resulta que el pequeño que no llevaba bocadillo era porque, por culpa de algo que los adultos llamaban "crisis", y de lo que no hablaban demasiado bien, su Papá pasaba todas las mañanas en casa y le había propuesto jugar a un juego: a ver si se ponía más fuerte que los otros niños sin llevar merienda a clase. A él no le importaba el juego, pero le parecía muy extraño; por lo que escogió jugar con el otro niño y sus amigos.
Nunca más hubo problemas y, el niño, gracias a sus nuevos amigos, no continuó jugando al juego con su Papá; porque había encontrado uno mejor: a ver cuál de los dos se comía su mitad de la merienda con mayor rapidez que el otro.
Moraleja: si tú tienes algo y otro niño no, anímate a compartirlo con él. Seguro que si él tuviera te habría dado a ti.
Mario
Mario era un niño al que le encantaba acercarse al parque todas las tardes. Para él no había camino mejor que el que se dirigía al lugar de juegos y distracciones por excelencia para cualquier crío. Aquel era un sitio mágico, sobre todo a su temprana edad, ya que solamente contaba con cinco años y no había dejado de ir cada día desde que había cumplido los dos. Las únicas excepciones, que sus padres recordaban con cariño, eran las vacaciones fuera de allí y un par de ocasiones en las que por unas fiestas familiares no les había sido posible llevarlo a jugar.
Cuando ya estaba cansado de moverse en los balancines y de saltar, Mario se acercaba al estanque de los patos y los saludaba mientras muchos padres llevaban en cuello a otros niños más pequeños que él y les enseñaban los animales con cariño. «Mira, hija, estos son los patitos. ¿No son muy bonitos?» decían muchos. «¿Te gustan?» insistían otros cuando sus infantes comenzaban a llorar enfurruñados o indicaban con sus diminutos dedos que querían irse al tobogán. Pero lo que realmente le gustaba a Mario era observar los pavos reales cuyas coloridas y llamativas plumas quería todo el mundo tocar. El pequeño Mario sonreía porque como le contaba Mamá él también había hecho lo mismo: correr tras aquellas bellas criaturas de exótico plumaje. Para los niños los pavos reales eran unos animales fantásticos con un disfraz azul y verde que solo habían tenido oportunidad de ver allí: en el parque.
-¿Yo también hice eso?
-¡Sí, como todos, Mario! -Le contaba su madre divertida. ¿Quién no lo había hecho en la más tierna infancia?- Todos los niños corréis tras ellos porque os llaman la atención. Los pavos os atraen de una manera ¡única!
Un día se encontraba Mario apoyado a la barandilla de «la casa de los pavos» cuando un niño que parecía tener su misma edad comenzó a chillar asustado. -¡Mamá, Mamá! lloraba-¡El pavo real ha intentado darme un picotazo! Y echó a correr a los brazos de su progenitora a toda prisa porque quería alejarse cuánto más le fuera posible de aquel pequeño cercado.
Mario se quedó mirando al niño y a su madre que ya se alejaban y ladeó la cabeza antes de agarrarse de nuevo para mirar más de cerca a los pavos que escapaban de su casa. ¿Por qué nunca lo habrían intentado morder a él? Se preguntó Mario.
-Mamá-Le preguntó cuando volvían a casa.-Hoy un niño ha escapado corriendo del pavo real porque el pavo intentó picarlo-se explicó Mario con rapidez-pero conmigo nunca han hecho eso. ¿Por qué?
-Veamos, ¿el niño le hizo algo al pavo? Mario asintió con mayor rapidez que le había contado la historia a su madre.
-¡Sí! El niño no le dio nada y además quiso tocarlo. Yo creo que el pavo tuvo miedo... Contestó mirando al suelo.
-¡Pues por eso nunca te han intentado picar a ti, hijo!-Le sonrió su madre con ternura.-Porque tú les das parte de tus gusanitos y no quieres tocarlos así de repente. ¡¿Cómo no se habría dado cuenta Mario antes?! ¡Él siempre compartía con ellos!
-¡Muchas gracias, Mamá! Ahora sé cuánto les gustan los gusanitos y las chucherías a los pavos reales y ¡podré ayudar a otros niños!
Con aquella explicación el pequeño Mario se quedó muy satisfecho y marchó sonriente agarrado de la mano de su madre. Ahora solo pensaba en el día siguiente, en la hora de volver al parque y de explicarles a sus amigos lo que tenían que hacer para ser amigos de los pavos reales.
-¡El pavo se marcha! ¡Se marcha el pavo!-Exclama una niña desesperada. ¿Por qué no querrían quedarse a jugar junto a ellos? ¡Desde luego vaya animales que compraban para llevar al parque!
-¡Espera! Tienes que darles algo a cambio para que se queden. ¡Y tened cuidado! Ayer casi pican a un niño. Pero a mí me quieren mucho porque les traigo cosas para comer.
-¿Les gustan los gusanitos? ¿O... qué es lo que traes en esa bolsa, Mario? Se acercaron muchos a preguntarle.
-¡Gusanitos! ¡Tomad! Podéis coger unos pocos. ¡Ya veréis como se acercan y no se van!
Todos los niños del parque se acercaron con suma rapidez para observar al pequeño Mario. ¿Qué estaría haciendo para tener tanto éxito? «¡Vaya cantidad de gente has concentrado, Mario» llegaron a comentarle. Los pavos comían al vuelo el alimento que les regalaban los niños con cariño.
-¡Muchas gracias, Mario! ¡Los pavos ya son nuestros amigos!
-¿Ves? Ya no te pican. Le comentó Mario sonriente al niño cuyos dedos no habían sido mordidos la tarde antes por muy poca distancia. Mario se puso muy contento ese día porque además se sentía útil ya que había podido ayudar a sus amigos y a otros niños.
-Ahora ya sabéis lo que tenéis que hacer para ser amigos de los pavos reales.
La hora del bocadillo
Había una vez un colegio. Un colegio en una ciudad cualquiera, grande, pero una ciudad cualquiera. Y allí, al igual que en todos los colegios, estudiaban numerosos niños.
Todos eran diferentes, pero a su vez todos eran iguales. Todos eran iguales porque todos eran niños y, como ya sabemos nosotros, los niños no suelen discriminar a nadie y, en ese colegio no lo hacía ninguno.
Todos eran iguales: estudiaban, hacían sus deberes, leían en voz alta durante las clases (cuando el profesor o profesora así lo pedía) y salían al patio del recreo cada media mañana. ¿Qué cosa mejor que salir a jugar un rato con los compañeros? ¡Además esa hora era la hora del bocadillo! Sin embargo siempre había un niño castaño, de pelo rizado, que no tenía "bocata" para comer; por lo que prefería sentarse sólo en un rincón, con los codos sobre las rodillas y la mirada apagada. Pero un día cambió todo, todo:
-¡Hola! ¿Quieres? Le ofreció otro niño, moreno, de pelo liso y sonrisa jovial, tendiéndole parte de su merienda.
-¿No tienes hambre, tú?
-¡Toma, sí! Pero de todas formas es mucho para mí. ¡Y cómo tú nunca comes...!
Los dos niños se hicieron muy amigos y, desde ese día, nadie los ha visto separados. Resulta que el pequeño que no llevaba bocadillo era porque, por culpa de algo que los adultos llamaban "crisis", y de lo que no hablaban demasiado bien, su Papá pasaba todas las mañanas en casa y le había propuesto jugar a un juego: a ver si se ponía más fuerte que los otros niños sin llevar merienda a clase. A él no le importaba el juego, pero le parecía muy extraño; por lo que escogió jugar con el otro niño y sus amigos.
Nunca más hubo problemas y, el niño, gracias a sus nuevos amigos, no continuó jugando al juego con su Papá; porque había encontrado uno mejor: a ver cuál de los dos se comía su mitad de la merienda con mayor rapidez que el otro.
Moraleja: si tú tienes algo y otro niño no, anímate a compartirlo con él. Seguro que si él tuviera te habría dado a ti.